domingo, 5 de enero de 2014

Tazón Quebranto, Novela (Fragmento)

Tazón Quebranto
Ninguna de mis épocas han disfrutado de escenarios magníficos y frondosos durante tiempos prolongados, todo sucedía en periodos cortos y dispares de resplandor y contento. Entonces esta etapa sería una más de esas tantas que ocuparán su lugar en el frasco colapsado por vivencias y anécdotas de puntos finales usuales: cambios de ánimo, pérdidas de rumbo, desamores, enojos y experimentaciones. La que continúa en este cantar tiene la peculiaridad de tener un final distinto a todas las antepuestas, esta traería muy a mi pesar por primera vez muertes.

La mañana fue como una más de todas, con los caminares preocupantes primero, con las medias mañanas divagantes después. Las tardes se deslizaban coloridas y predilectas por todo lo ya expuesto y en un punto también lo era por el cuidado y el amor que brindaba mi abuela Coca desinteresado y constante.

Saturado de estar dentro de mi casa a la diversión la encontraba afuera como todos los chicos que tenían la suerte de haberse criado en las calles del conurbano por estar diseñadas con veredas anchas y propicias para jugar y aprender. Imaginando el arco en los parantes del toldo de un comercio zonal, nos encontrábamos disparando lo más fuerte que se pueda, buscándole el mejor trazado a ese balón. Contando con la facilidad de que en cada cansancio o abatir de sed que se me presentara podría acudir a la cocina de mi casa y refrescarme. Fue en uno de ellos en donde advierto una postura llamativa en mi abuela, de la cual al preguntar solo obtuve un:
- Me duele la cabeza - que quedo en el aire.

Eso se repitió todas las veces que yo volvía y en ninguna como un grandísimo imbécil repare en atender a ese llamado de atención. Con el transcurrir del tiempo ese dolor de cabeza se transformó en internación. Y esa internación en mi karma; todo sonaba muy raro en el intervalo de esos días, palabras como coágulo la escuchaba por primera vez.

Fuimos conociendo muchos hospitales, clínicas y doctores, los tiempos se pasaban entre salas de espera y rezos con esa tensión de tener miedo de esperar lo que nadie quería y lo que fue inevitable al final de unos meses. No hay manera de definir el penar de cada uno de nosotros por esa partida, meses de súbito infortunio colectivo, que a partir de ese momento se transformaría en opresión crónica para mí.

Todos los días me despierto pensando en que si le hubiera prestado atención al dolor de mi abuela en los momentos que me cuidaba tal vez hoy estaría conmigo, con nosotros. Nunca perdonare mi error mi horror. Sepan señores, señoras que es cierto que hay cosas que te hacen madurar de golpe y está sin duda era una de ellos, un golpe que cambio mi vida rotundamente, que me hizo no disfrutar de lo que me gustaba anteriormente y me volvía a mis esquinas más oscuras y solitarias. Me sentí casi un asesino, casi un cómplice por no responder a su clemencia que era evidencia clara de un dolor que obtendría su cometido.

Me convertí en un ser ermitaño, parco y despreciable más que nunca descubriendo en mi cuarto mi mayor guarida y ecosistema.

No era solo yo el que estaba cambiando, también notaba una tristeza galopante en mi tatarabuelo que sin duda era un compañero infaltable para mi abuela, gestionando desde un principio una relación con mayúsculas en amistad y reciprocidad.

El Tata la extrañaba muchísimo y era notable en sus gestos y sus ojos inexpresivos; Roberto tenía una vitalidad envidiable, una fortaleza espiritual de adolescente, incansable, imparable en todas sus actividades: desde jugar conmigo al fútbol con sus ochenta y tantos años, hasta fabricar y ensamblar su propia casa, martillazo a martillazo, viga tras viga en sus notables ochenta y nueve años.

Ahora se percibía cansado, abatido, como rindiéndose al tiempo; ya no hacia magia para mí con su billete de dos pesos. Todo esto no partía de una premisa o perspectiva personal sino que indagando me di cuenta que era una percepción generalizada en todos los de la familia. Entonces nuevamente allí reunidos, chúcaros, viles y gigantes: el miedo y la preocupación en mi mente dominando mi galeón y lo enderezan hacia el dolor de otra partida.

Se avecinaba la agonía en un ser noble, luchador hasta cuando no quería serlo, su pujanza inconmensurable daba batalla por decreto propio y así se demostraba en todas sus intervenciones cardiacas y rondas hospitalarias; varias veces engaño a los médicos sobres sus mejorías, generándose erráticas posibilidades de una añorada vuelta a casa.

Vuelta que se vio consolidada meses después de la última ilusión. Evaluando las mejores variantes para su atención su destino estaría en una cama especial en mí habitación brindándome su grata compañía.

Eran días de preocupación, de barajar todo el tiempo y no especular con lo que pasaría en la próxima hora; por eso me dispuse a disfrutar cada momento y atesorarlo automáticamente. Compartíamos grandes charlas de una infinita enseñanza y aprendizaje. Lo amaba en su lucidez y lo temía en su alucinación.

En esas tertulias me ha dejado varios legados, pidiéndome exclusividad y cuidado de dos de sus bienes más preciados: una bandera de su amado Club Atlético Huracán que fue cocida y bordada por su madre en principios del siglo veinte y su alianza de casamiento de un valor emotivo destacado. Semejante gesto me dio una sensación ambigua, la de complacencia por creerme merecedor de tamaño legado, y de pena porque este traspaso sonaba a despedida.

Esa noche fue extraña, intermitente con interrupciones y alucinaciones que según él en su mascullar eran signadas por entes sin rostros que lo visitaban con cuchillas con ánimos de matar, preguntaban por él, lo nombraban hasta el martirio.

En este trance también se le presentaban familiares, entre ellos su madre que lo llamaba, que lo invitaba a acompañarla hacia algún lugar que no precisaba. Todas estas cosas vertidas con altos grados de sufrimiento que me paralizaban con atónito frío. No sé cómo pude o que acción lleve a cabo para que vuelva un poco a la realidad pero así fue, a continuación solo pude atinar a ofrecerle un mate cocido a las tres de la mañana.

Ya todos despiertos en casa, mi madre se pone a preparar dicha infusión, solo era cuestión de minutos para que el agua llegue su punto. El camino que separaba la cocina de mi cuarto no era lo demasiado extenso como para calmar mi tembladeral, preocupándome por no transmitirlo a la taza para que esta llegue a destino.

Su tazón ha arribado en la mesa de luz, su calor que convertido en humo me hace mirar hacia arriba despegándome del piso y observando su rostro me doy cuenta de su palidez pero no me animaría a decir nada.

Tomándome de la mano y con solo dos palabras resumió nuestra relación, nuestra identidad. Me dijo “te quiero” aflojando tensión y cerrando sus ojos. Luego de esas palabras ya no había nada que hacer solo me quedaba percibir algo más, y fue sentir que se desinfló, sentir que se le fue el alma por la boca.


Nunca lo pude llorar como se merecía, ni esa noche ni las siguientes; pero no hay un día en que no lo recuerde, en que no deje de escuchar sus consejos. Porque hasta en su partida me enseño cosas; me enseño a que se puede morir de tristeza.



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