Tazón Quebranto
Ninguna de mis épocas han disfrutado de
escenarios magníficos y frondosos durante tiempos prolongados, todo sucedía en
periodos cortos y dispares de resplandor y contento. Entonces esta etapa sería
una más de esas tantas que ocuparán su lugar en el frasco colapsado por
vivencias y anécdotas de puntos finales usuales: cambios de ánimo, pérdidas de
rumbo, desamores, enojos y experimentaciones. La que continúa en este cantar
tiene la peculiaridad de tener un final distinto a todas las antepuestas, esta traería
muy a mi pesar por primera vez muertes.
La mañana fue como una más de todas, con los
caminares preocupantes primero, con las medias mañanas divagantes después. Las
tardes se deslizaban coloridas y predilectas por todo lo ya expuesto y en un
punto también lo era por el cuidado y el amor que brindaba mi abuela Coca
desinteresado y constante.
Saturado de estar dentro de mi casa a la
diversión la encontraba afuera como todos los chicos que tenían la suerte de
haberse criado en las calles del conurbano por estar diseñadas con veredas
anchas y propicias para jugar y aprender. Imaginando el arco en los parantes
del toldo de un comercio zonal, nos encontrábamos disparando lo más fuerte que
se pueda, buscándole el mejor trazado a ese balón. Contando con la facilidad de
que en cada cansancio o abatir de sed que se me presentara podría acudir a la
cocina de mi casa y refrescarme. Fue en uno de ellos en donde advierto una
postura llamativa en mi abuela, de la cual al preguntar solo obtuve un:
- Me duele la cabeza - que quedo en el aire.
Eso se repitió todas las veces que yo volvía
y en ninguna como un grandísimo imbécil repare en atender a ese llamado de
atención. Con el transcurrir del tiempo ese dolor de cabeza se transformó en
internación. Y esa internación en mi karma; todo sonaba muy raro en el
intervalo de esos días, palabras como coágulo la escuchaba por primera vez.
Fuimos conociendo muchos hospitales, clínicas
y doctores, los tiempos se pasaban entre salas de espera y rezos con esa
tensión de tener miedo de esperar lo que nadie quería y lo que fue inevitable
al final de unos meses. No hay manera de definir el penar de cada uno de
nosotros por esa partida, meses de súbito infortunio colectivo, que a partir de
ese momento se transformaría en opresión crónica para mí.
Todos los días me despierto pensando en que
si le hubiera prestado atención al dolor de mi abuela en los momentos que me
cuidaba tal vez hoy estaría conmigo, con nosotros. Nunca perdonare mi error mi
horror. Sepan señores, señoras que es cierto que hay cosas que te hacen madurar
de golpe y está sin duda era una de ellos, un golpe que cambio mi vida
rotundamente, que me hizo no disfrutar de lo que me gustaba anteriormente y me
volvía a mis esquinas más oscuras y solitarias. Me sentí casi un asesino, casi
un cómplice por no responder a su clemencia que era evidencia clara de un dolor
que obtendría su cometido.
Me convertí en un ser ermitaño, parco y
despreciable más que nunca descubriendo en mi cuarto mi mayor guarida y
ecosistema.
No era solo yo el que estaba cambiando,
también notaba una tristeza galopante en mi tatarabuelo que sin duda era un
compañero infaltable para mi abuela, gestionando desde un principio una
relación con mayúsculas en amistad y reciprocidad.
El Tata la extrañaba muchísimo y era notable
en sus gestos y sus ojos inexpresivos; Roberto tenía una vitalidad envidiable,
una fortaleza espiritual de adolescente, incansable, imparable en todas sus
actividades: desde jugar conmigo al fútbol con sus ochenta y tantos años, hasta
fabricar y ensamblar su propia casa, martillazo a martillazo, viga tras viga en
sus notables ochenta y nueve años.
Ahora se percibía cansado, abatido, como
rindiéndose al tiempo; ya no hacia magia para mí con su billete de dos pesos.
Todo esto no partía de una premisa o perspectiva personal sino que indagando me
di cuenta que era una percepción generalizada en todos los de la familia.
Entonces nuevamente allí reunidos, chúcaros, viles y gigantes: el miedo y la
preocupación en mi mente dominando mi galeón y lo enderezan hacia el dolor de
otra partida.
Se avecinaba la agonía en un ser noble,
luchador hasta cuando no quería serlo, su pujanza inconmensurable daba batalla
por decreto propio y así se demostraba en todas sus intervenciones cardiacas y
rondas hospitalarias; varias veces engaño a los médicos sobres sus mejorías,
generándose erráticas posibilidades de una añorada vuelta a casa.
Vuelta que se vio consolidada meses después
de la última ilusión. Evaluando las mejores variantes para su atención su
destino estaría en una cama especial en mí habitación brindándome su grata
compañía.
Eran días de preocupación, de barajar todo el
tiempo y no especular con lo que pasaría en la próxima hora; por eso me dispuse
a disfrutar cada momento y atesorarlo automáticamente. Compartíamos grandes
charlas de una infinita enseñanza y aprendizaje. Lo amaba en su lucidez y lo
temía en su alucinación.
En esas tertulias me ha dejado varios
legados, pidiéndome exclusividad y cuidado de dos de sus bienes más preciados:
una bandera de su amado Club Atlético Huracán que fue cocida y bordada por su
madre en principios del siglo veinte y su alianza de casamiento de un valor
emotivo destacado. Semejante gesto me dio una sensación ambigua, la de
complacencia por creerme merecedor de tamaño legado, y de pena porque este
traspaso sonaba a despedida.
Esa noche fue extraña, intermitente con
interrupciones y alucinaciones que según él en su mascullar eran signadas por
entes sin rostros que lo visitaban con cuchillas con ánimos de matar,
preguntaban por él, lo nombraban hasta el martirio.
En este trance también se le presentaban
familiares, entre ellos su madre que lo llamaba, que lo invitaba a acompañarla
hacia algún lugar que no precisaba. Todas estas cosas vertidas con altos grados
de sufrimiento que me paralizaban con atónito frío. No sé cómo pude o que
acción lleve a cabo para que vuelva un poco a la realidad pero así fue, a
continuación solo pude atinar a ofrecerle un mate cocido a las tres de la
mañana.
Ya todos despiertos en casa, mi madre se pone
a preparar dicha infusión, solo era cuestión de minutos para que el agua llegue
su punto. El camino que separaba la cocina de mi cuarto no era lo demasiado
extenso como para calmar mi tembladeral, preocupándome por no transmitirlo a la
taza para que esta llegue a destino.
Su tazón ha arribado en la mesa de luz, su
calor que convertido en humo me hace mirar hacia arriba despegándome del piso y
observando su rostro me doy cuenta de su palidez pero no me animaría a decir
nada.
Tomándome de la mano y con solo dos palabras
resumió nuestra relación, nuestra identidad. Me dijo “te quiero” aflojando tensión y cerrando sus ojos. Luego de esas
palabras ya no había nada que hacer solo me quedaba percibir algo más, y fue
sentir que se desinfló, sentir que se le fue el alma por la boca.
Nunca lo pude llorar como se merecía, ni esa
noche ni las siguientes; pero no hay un día en que no lo recuerde, en que no
deje de escuchar sus consejos. Porque hasta en su partida me enseño cosas; me
enseño a que se puede morir de tristeza.
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